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La Espadachina (La Espadachina Libro 1) - Malcolm Archibald

La Espadachina (La Espadachina Libro 1) - Malcolm Archibald

Traducido por Carlos Ilich Valenzuela

La Espadachina (La Espadachina Libro 1) - Malcolm Archibald

Extracto del libro

El océano siempre ha estado ahí. A donde quiera que ella viera, hasta que perdía el horizonte en la niebla en tres direcciones: norte, oeste y sur. Al este, si el día estaba despejado, lograba ver una leve línea azul que en el pasado le contaron que era el Reino de Alba.

«Algún día», se prometió, iría a esa tierra a ver lo que tenía. «Algún día»; pero no hoy. Hoy era un día ordinario; un día de ordeñar vacas, atender el heno y recorrer la costa para encontrar obsequios que trajo el mar.

Observó el paisaje una vez más, los pastizales rocosos y terrenos llenos de brezos y rocas llenas de liquen se esparcían por toda la isla: Dachaigh, la isla que llama hogar.

A lo alto, en el abismo brillante del cielo, se anunciaba la promesa de la primavera que se avecina, un cielo decorado con nubes vivaces que avanzaban con la brisa perpetua del mar.

Melcorka subió a una loma herbosa y su mirada, como siempre, miró al Este. Allá, en aquel lado de la isla estaba la Cueva Prohibida. Siempre se ha visto tentada a entrar desde que le prohibieron acercarse al lugar, en tres ocasiones se aventuró al lugar. Y en cada ocasión su madre la sorprendía antes de que llegara a la entrada.

«Algún día», se prometió, «algún día veré lo que hay dentro de la cueva y descubriré por qué la llaman prohibida». Pero hoy no será ese día; hoy tenía asuntos más importantes que atender.

Melcorka se levantó la falda y corrió por los pastizales hasta los campos de machar que rodeaban la playa. Normalmente encontraba algunos tesoros en la playa: una campana de cuerpo extraño o un pedazo de madera, un producto invaluable en esta isla carente de arboledas, o quizás hasta una planta extraña con piel robusta. Como siempre, Melcorka corrió de prisa, disfrutando la sensación del viento en su cabello y el crujido de los guijarros bajo sus pies descalzos en la playa. Recibió el baño fresco de la brisa en su rostro y escuchó el graznido de las aves marinas sobre ella y el rugido del oleaje que se estrellaba en los rompeolas en un frenesí rítmico a su alrededor. La vida era buena, siempre lo ha sido y siempre lo será.

Melcorka se detuvo y frunció el ceño: ese montículo es nuevo. Estaba en la marca de la marea alta, las olas se rompían en espuma plateada sobre ese montículo ovalado de algas marinas oscuras. No se trata de una foca ni de un animal encallado; era largo y oscuro, y parecía que se había arrastrado fuera del mar hasta la orilla del guijarro. Yacía tirado e inmóvil en su playa. Por un instante vaciló en acercarse; sabía, en cierta forma, que fuera lo que fuera le cambiaría la vida. Caminó lentamente y tomó una roca para protegerse, luego se acercó al montículo.

—¿Hola? —Melcorka sintió el nerviosismo en su voz. Intentó de nuevo —¿Hola? —El viento de la playa ensordeció sus palabras. Se acercó un poco más; el montículo era más largo que ella, del tamaño de un hombre adulto. Se inclinó y comenzó a retirar las tiras de algas marinas de encima. Había varias capas de algas, quitó meticulosamente las algas, asegurándose de desenredar las tiras que estaban hechas nudo, hasta que logró ver lo que yacía debajo.

—Sólo es un hombre —Melcorka dio un paso atrás—. Un hombre desnudo con la cara contra la arena —le dio un segundo vistazo para cerciorarse que estuviera completamente desnudo, lo miró fijamente y luego se acercó de nuevo—. ¿Sigues con vida?

Cuando no escuchó respuesta, Melcorka se agachó y le sacudió el hombro. No hubo respuesta. Lo intentó de nuevo con más fuerza—. Se ve que te arrastraste fuera del océano, hombre desnudo, así que estabas vivo cuando llegaste.

Un pensamiento repentino le llegó a la mente y decidió revisarle las manos y los pies. Tenía todos sus dedos y uñas—. Así que no eres un tritón —le dijo al cuerpo silencioso—. ¿Entonces qué eres? ¿Quién eres? —Melcorka le revisó el cuerpo—. Estás bien hecho, quienquiera que seas, y cicatrizado —le revisó la larga herida sanada que recorría sus costillas—. Madre sabrá qué hacer contigo.

Melcorka se levantó la falda sobre las rodillas y corrió de vuelta por el guijarro y el machar, volteando dos veces para asegurarse que su descubrimiento no se haya levantado y huido. Entró corriendo por la puerta de su casa y vio a su madre, Bearnas, trabajando en la mesa.

—¡Madre! Hay un hombre tirado en la playa. Puede que esté vivo y puede que esté muerto. Ven a verlo —la expresión de Melcorka se amplió y comenzó a susurrar—. Está desnudo, madre. Está completamente desnudo.

Bearnas dejó de elaborar un queso y la volteó a ver—. Llévame a donde está —dijo al tocar la cruz rota de peltre que colgaba de la correa de cuero en su cuello. Aunque su voz no cambió el tono dulce que siempre utiliza, no logró ocultar la inquietud en su mirada.

Un par de cangrejos pequeños se escabulleron del cuerpo cuando Bearnas se acercó. Apretó los labios al ver la cicatriz—. Ayúdame a llevarlo a la casa.

—Está todo desnudo —señaló Melcorka—. Todo su cuerpo.

Su madre le sonrió sutilmente—. Tú también lo estás debajo de tu ropa —le recordó—. La figura de un hombre desnudo no te hará daño. Ahora ayúdame con uno de sus brazos.

—Está pesado —dijo Melcorka.

—Nos las arreglaremos —le dijo Bearnas—. ¡Ahora levanta!

Melcorka echó un vistazo debajo del torso del hombre mientras lo levantaban y sintió calor en su rostro, así que desvió la mirada. Notó los pies arrastrados del hombre y cómo dejaban un rastro sobre la arena y el guijarro mientras lo llevaban a casa—. ¿Quién crees que sea, madre? —preguntó mientras caminaban tambaleantes hacia la entrada de la cabaña.

—Es un hombre —dijo Bearnas—, y al parecer es un guerrero —procedió a examinarle el cuerpo—. Tiene buenos músculos pero no está fornido como un cantero o un granjero. Es delgado, terso y ágil —cuando Melcorka lo vio nuevamente creyó haber visto un brillo de interés en sus ojos—. Esa cicatriz es demasiado directa para tratarse de un accidente; esa es una herida de espada intencionada a matar.

—¿Cómo lo sabes, madre? ¿Alguna vez has visto una herida de espada? —Melcorka le ayudó a su madre a llevar al guerrero a su cama. Yacía ahí, con la espalda en la cama, inconsciente, lleno de manchas de sal y con arena enterrada en varias partes del cuerpo—. Supongo que es algo apuesto —Melcorka no podía controlar la dirección de su mirada. Cada vez sentía menos vergüenza, tampoco perdió su interés.

—¿Crees que es apuesto, Melcorka? —La mirada de Bearnas mostraba la sonrisa que ocultaba su boca—. Bueno, sólo mantén ocupada tu mente en otras cosas. ¿No tienes tareas que hacer?

—Sí madre —Melcorka no salió de la habitación.

—Andando entonces —dijo Bearnas.

—Pero quiero mirar y saber quién es…—las protestas de Melcorka cesaron de repente cuando su madre lanzó su tan habilidosa mano que hizo contacto con su persona—. ¡Ya voy madre, ya voy!

Pasaron dos días antes de que despertara el extraño. En esos días Melcorka revisaba cómo seguía cada hora sin falta y la mayoría de la población de la isla preguntaba por el hombre desnudo que encontró Melcorka. En esos dos días la casa de Melcorka fue el tema de conversación de la isla. Melcorka y Bearnas se volvieron el centro de atención una vez que despertó el hombre.

—No hemos presenciado algo así desde los días de antaño —dijo la Abuela Rowan mientras se sentaba en el banco de tres patas junto a la fogata—. No desde que tu madre era una jovencita como de tu edad.

—¿Qué sucedió en ese entonces? —Melcorka rejuntó su falda y se balanceó en la esquina de una banca de madera que estaba ocupada por dos hombres. Madre nunca me dice nada de los viejos tiempos.

—Será mejor que esperes a que ella te lo diga —la abuela Rowan asintió la cabeza y rebotó su cabello gris—. No me corresponde decirte algo que tu madre no quiera compartir —luego susurró—, escuché que tú lo encontraste primero.

—Sí, abuela Rowan —Melcorka respondió con un susurró.

La abuela Rowan miró a Bearnas. Su guiño resaltó las arrugas que Melcorka pensaba que se parecían a los aros de un árbol recién cortado—. ¿Qué te pareció? Un hombre desnudo sólo para ti… ¿Qué hiciste… a dónde miraste… qué fue lo que viste? —su carcajada siguió a Melcorka mientras huía a la otra habitación donde una manada de hombres y mujeres se habían reunido alrededor del extraño y preguntaban por su origen.

—Definitivamente es un guerrero —Oengus estiró su barba gris—, miren esos músculos, están tonificados a la perfección —le tocó el estómago del hombre con su dedo grueso.

—Ya los estaba viendo —dijo Aele, su esposa con una risa y miró de reojo a su amiga, Fino. Intercambiaron miradas y se rieron juntas de un recuerdo secreto.

Adeon, el alfarero, sonrió y tomó aguamiel de su cuerno—. Mírame a mí si lo deseas —dijo al posar para mostrar su físico desparramado carente de encanto.

—Quizás si fueras veinte años más joven —Fino se rió de nuevo—. ¡O treinta!

—Más bien cuarenta —dijo Aele y todo el mundo se rió.

Melcorka fue la primera en escuchar el quejido—. Escuchen —les dijo, pero los adultos no le hacían caso a las palabras de una chica de veinte años. El hombre se quejó de nuevo—. Escuchen —Melcorka habló más fuerte—. ¡Se está despertando! —Tomó el brazo de Bearnas—. ¡Madre!

El hombre se quejó de nuevo y se sentó en la cama. Miró a su alrededor y vio al grupo de personas que lo miraban atentos—. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? —Preguntó. Su voz estaba ronca.

Ya que todos los adultos le comenzaron a responder al mismo tiempo, Bearnas intervino—. ¡Silencio! ¡Esta es mi casa y sólo yo hablaré! —Les ordenó.

En un instante todos se callaron a excepción del extraño, quien miró directamente a Bearnas—. ¿Eres la reina del lugar?

—No. No soy una reina. Sólo soy la dueña de esta casa —Bearnas se arrodilló frente a la cama—. Mi hija te encontró inconsciente en la playa hace dos días. No sabemos quién eres ni cómo fue que llegaste aquí —Bearnas volteó a ver a Melcorka—. Trae agua para nuestro huésped.

—Me llamo Baetan —dijo el hombre después de beber agua de la jarra que Melcorka sostenía frente a sus labios. Intentó levantarse y se retorció de dolor, luego agachó la cabeza en señal de saludo—. Mucho gusto, señora de la casa. Por favor tráigame al dueño de la casa.

—Aquí no hay tal cosa; no tenemos necesidad de algo por el estilo.

—¿Cuál es su nombre, mujer de esta casa? —Baetan se levantó un poco más. Sus ojos azules miraron a cada una de las personas frente a él.

—Me llamo Bearnas —dijo la madre de Melcorka.

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