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La Cuna de los Dioses (La profecía de la piedra del alma Libro 1) - Thomas Quinn Miller

La Cuna de los Dioses (La profecía de la piedra del alma Libro 1) - Thomas Quinn Miller

Traducido por Nora Lacrouts

La Cuna de los Dioses (La profecía de la piedra del alma Libro 1) - Thomas Quinn Miller

Extracto del libro

Vio el destello de unos dientes y el músculo cubierto de pelos que lo aprisionaba. Se cubrió el rostro y se dio vuelta para protegerse. Percibió el aliento caliente. Sus labios soltaron un grito, lo que no hizo más que excitar a las bestias. Sintió que las costuras de la túnica se le aflojaban y que los últimos bocados de carne seca se le caían por las costuras rotas del bolsillo. Ahí estaba, acostado, olvidado. Los dos sabuesos se abalanzaron sobre los premios que acababan de liberarse.

—Si fueras un lobo, te habría servido de una buena lección—exclamó su padre—. ¡Ast! ¡Cuz! ¡Vengan acá!

Ghile se ocultó la cara entre los pastos mientras los dos Sabuesos del Valle se acercaban trotando al padre. Vaciló por un instante antes de recomponerse. Finalmente, se puso de pie y se limpió la cara con una manga sucia, con la esperanza de quitarse el barro y también algunas lágrimas.

—Lo siento—dijo con un gesto de dolor; tenía un corte en la boca. Ast y Cuz alcanzaron al padre y se sentaron obedientes a su lado. Ghile los miró con odio.

Había muchas más cosas que Ghile quería decir. Esos perros siempre hacían todo lo posible para avergonzarlo, era como si quisieran probar que él nunca sería tan bueno como Adon. ¡Cómo extrañaba a su hermano mayor! Sabía que era mejor no mencionarlo. A su padre todavía le pesaba la pérdida de Adon, Ghile podía sentir la tensión que había entre ellos, sobre todo durante las lecciones.

—No te quedes ahí parado mirándolos como si fuera culpa de ellos. Junta los pedazos de carne y vuelve a intentarlo—ordenó Ecrec.

El padre clavó la punta de la lanza en el suelo, extendió una mano y palmeó a los perros. Incluso sentados, las cabezas de los Sabuesos del Valle sobrepasaban en altura la cintura de un hombre. Los Sabuesos del Valle eran una raza grande, las habitantes de la Cuna los usaban para proteger sus rebaños y hogares. Sin ellos, los lobos de las montañas lindantes harían su trabajo con mucha facilidad.

—Ecrec, maestro de tareas. Al chico casi lo devoran las bestias. Me parece que con esa batalla se ganó un descanso—dijo Toren guiñándole un ojo a Ghile.

Su tío tenía la sonrisa fácil y le encontraba el humor a todo. El tío Toren era la luz; su padre, la oscuridad. Ecrec siempre parecía serio, detrás de la barba negra siempre se escondía un ceño fruncido. A veces a Ghile le costaba creer que fueran hermanos. Pero más allá de las distintas expresiones, tenían la misma nariz fina y puntiaguda, y los pómulos prominentes.

Ghile agradeció que su tío hubiera bajado de las montañas para visitarlos. La presencia del tío Toren lograba disipar un poco la furia de Ecrec.

—Tiene que aprender, hermanito—replicó Ecrec. Cruzó los brazos sobre su amplio pecho y con ese acto puso en duda el hipotético descanso de Ghile. —Ha vivido catorce años, ya está en edad. No es más un niño. Esta temporada va a hacer la prueba. ¿Cómo le va a ir? Ni siquiera puede imponer respeto sobre los perros. Tiene que estar preparado—agregó Ecrec. Mientras hablaba no miró nunca a su hermano, sino que le clavó la vista a Ghile.

Evitando los ojos de su padre, Ghile miraba a lo lejos, por encima de la pared sobre la que se apoyaba su tío. El rebaño pastaba estoico del otro lado de la empalizada, apenas se les veía la piel rosada producto de la esquilada de comienzos de primavera. Los corderos color blanco nieve jugueteaban cerca de sus madres, moviendo las colas.

Como pastor de ovejas, los perros tenían que obedecer sus órdenes, no tirarlo al piso y sacarle los premios a la fuerza. Esa era una de las muchas tareas en las que fracasaba todos los días. Su hermano hacía que todo pareciera tan fácil.

Cuando la primavera llegara a su fin, su familia atravesaría el valle hasta llegar a Ciudad Lago donde Ghile y otros niños de la aldea tendrían que pasar las pruebas de madurez. Todos los habitantes de la Cuna se juntaban en Ciudad Lago para el festival y las pruebas.

En el pasado Ghile esperaba con ansias estos viajes, porque lo esperaban juegos y comida. Se acordaba de ser un niño y mirar junto a su madre cómo Adon tomaba la prueba. A la mañana siguiente, Adon había vuelto convertido en hombre.

Hasta lo podrían haber elegido Colmillo, un guerrero entrenado en la sabiduría del bosque y a cargo de proteger el valle, como el tío Toren. Eso habría pasado si los enanos no lo hubieran sacrificado. Ghile vio cómo se llevaron a su hermano al Bastión de Ciudad Lago; fue la última vez que lo vio.

Levantó del pasto los últimos pedazos de carne que quedaban y se los guardó en el bolsillo roto. Ghile suspiró. Su madre le había enmendado la túnica el día anterior, no le haría mucha gracia.

Con los pedazos de carne en las manos, Ghile empezó a caminar a paso cansino por el campo para dejar cierta distancia entre él y los dos perros. En el valle soplaba un viento templado de primavera que le daba un empujón helado. Ghile inspiró el aire fresco con ganas. Cuando el viento estaba calmo, las nubes se agrupaban delante de las montañas y depositaban las lluvias en el valle. Por suerte, hoy no había ese tipo de nubes.

El cielo estaba despejado, se llegaban a ver las cimas nevadas de las montañas, que perforaban el cielo en las cercanías del Valle Superior. El pico más alto se erguía como un guardián negro por encima del resto, parecía que sobresalía como si fuera demasiado importante para conformarse con rodear el valle, como las demás montañas. Ese pico desgastado y lleno de cicatrices, conocido como el Cuerno, separaba el Valle Inferior del Superior.

Ghile observó el valle, posó la vista más allá de donde estaba su casa, en busca de algo más que la fealdad desnuda del Cuerno. Los marrones y amarillos de los techos de paja y de las empalizadas de la Ultima Aldea se asemejaban a maderas que flotan en la superficie de un lago verde. El viento ondulaba el pasto, lo que contribuía más a la ilusión acuática. El viento soplaba fuerte en dirección al valle, atravesando las colinas ondulantes y los dispersos afloramientos de piedras grises.

Su hogar, que era como un refugio, había sido apodado por su gente como la Cuna de los Dioses. Era extraño que una raza maldecida por los dioses viviera en un lugar cuyo nombre remitía al origen de los responsables de la maldición.

Ghile se detuvo y giró. Se paró en puntas de pie y miró a lo lejos. En un día despejado, se podía distinguir hasta el agua azul brillante del Lago Cristal.

Sabía que a su padre se le estaría agotando la paciencia, pero buscaba algún pretexto para demorar el reinicio de la lección. Entonces distinguió dos figuras que caminaban junto a una pared baja de piedra, acompañadas de una mula cargada de peso.

El que iba adelante era más viejo y andaba un poco inclinado. Desde lejos, se le distinguía el pelo totalmente blanco. El otro era joven y caminaba con aires de fanfarrón. Ghile los señaló y saltó con entusiasmo.

—¡Padre! ¡Tío! ¡Miren! Es el hechicero Almoriz—les gritó.

Ecrec y Toren se dieron vuelta y miraron hacia el valle. Ghile esperó mientras sus ojos se movían como dardos entre las dos figuras que se acercaban y su padre. Miró al tío Toren en busca de apoyo.

—Bueno, ¿le vas a dar un descanso al chico o vas a esperar a que explote?—preguntó Toren. —Mejor que les diga a Elana y a los otros. Las mujeres van a poner el grito en el cielo si no les avisamos. —Sin esperar una respuesta, Toren se desprendió de la pared de un empujón y agarró el arco.

Ecrec se rascó la barba y miró a los dos perros que seguían a su lado. Les dijo:

—Al rebaño, chicos. Tenemos que buscar algunos viejos. Esta noche vamos a comer cordero.

No había terminado la oración cuando los perros ya habían salida disparados y saltado la pared, sus figuras blancas se recortaban entre el rebaño esquilado. Durante el invierno, era difícil que un depredador llegara a ver a tiempo a los guardianes del rebaño.

Ghile no esperó que se lo pidieran, corrió por el campo y pasó de largo a su padre y tío. Había querido que algo demorara las lecciones, pero no se imaginó que pasaría algo tan divertido como la visita del hechicero de la Piedra Susurrante.

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